Las más humildes acciones suelen conllevar internas satisfacciones. Miles de sonrisas infantiles suelen ser cotidianas y habituales en los mensajes de paz y felicidad a espuertas con los que cada navidad nos bombardeamos unos a otros incesantemente. Es parte establecida y casi obligada del decorado teatral inevitable por estas fechas del año. Pero el teatro siempre será representación, nunca la objetiva realidad. Y la realidad es que el ser humano somos pura contingencia y fragilidad. Una corporeidad mortal y rosa, donde el amor inventa su infinito, que dijera el poeta. Ejemplos como el de la Madre Teresa de Calcuta, o el más cercano del Padre Ángel, centrados en cauterizar la llaga allí dónde se produce, son terapias de solidaridad en un mundo enloquecido donde prima el principio inmediato de placer, por encima de cualquier otra situación. El maestro Luis García Berlanga, con la inestimable colaboración de Rafael Azcona, en el cuaternario año de 1961, de grisura impenetrable, supieron ver nítidamente esta dicotomía social, plasmándola en la tragicómica película Placido, donde el mejor modo que encuentran las clases ricas de aquella sociedad para purgar su conciencia, es sentar un pobre en su mesa por Navidad. Todo ello, como anticipo del futuro que vendría, patrocinado por las sugerentes Ollas Cocinex. Posiblemente, pese a lo afirmado por Eugenio D’Ors y tanto teólogo profesional, los ángeles, arcángeles y querubines, no pasen de la categoría de ciencia ficción espiritual. Los ángeles siempre han convivido entre nosotros, que un día también lo fuimos, como esos niños heridos que nos regalaron la mejor de sus sonrisas en la caravana que los voluntarios de Policías sin Fronteras y la Asociación de Policía Municipal Unificada, junto con agentes de los municipios de Madrid, Majadahonda y Fuenlabrada, ejercimos de improvisados Magos de Oriente unas Navidades más.